Catalina de Aragón, la Reina española de Inglaterra

Catalina de Aragón, la Reina española de Inglaterra

Una estadista cuyas cualidades intelectuales superaron a las de los hombres y mujeres célebres de su tiempo. Distinguida como una de las mujeres mejor educada de Europa, era una digna hija de su madre, una buena esposa y una reina honesta con su destino. En Castilla aprendió a ser mujer, a conocerse y comportarse, a pensar por sí misma. A saber escuchar, a hablar si era preciso, tomar decisiones en el tiempo adecuado, razonar por qué, para qué y a quién debería condescender. 

En Inglaterra, tuvo la respuesta y mostró todo su valor. Esta es la afamada Catalina de Aragón, quien fue amada por los ingleses y abandonada por los españoles. Todos los acontecimientos que la envolvieron desde su infancia hasta que fue Reina de Inglaterra, los puedes conocer con esta publicación.

Nacimiento, juventud y matrimonio con Arturo

El 16 de diciembre de 1485 en el Palacio Arzobispal de Alcalá de Henares, se dio el acontecimiento del nacimiento de la última heredera de los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, quienes se hallaban de visita en este lugar.

La princesa fue llamada Catalina por sus padres, en honor a Catherine de Lancaster, abuela de su madre. Con este nombre, los soberanos Isabel y Fernando se atrevieron desde su nacimiento al designio inglés que le espera a su pequeña, ya que en aquel lugar residirá desde 1501 hasta su defunción en 1536, convirtiéndose en reina de Inglaterra.

Así, precipitadamente, sus progenitores adoptaron una medida trascendental para el porvenir de su pequeña, y es en 1589 cuando con tan solo cuatro años es comprometida con Arturo príncipe de Gales descendiente y sucesor del rey de Inglaterra Enrique VII.

Catalina de Aragón, la Reina española de Inglaterra

Como habían hecho con su anterior descendencia, buscaron un matrimonio estatal, una alianza política para fortalecer los lazos y unir los reinados. El objetivo de Isabel y Fernando entonces era aislar a Francia, por lo que el joven Arturo, el futuro rey de Inglaterra, era el aspirante ideal para su hija. Por su parte, los ingleses vieron amablemente casar a su heredero con la hija de los reyes de Castilla y Aragón.

En el verano de 1501, cuando tenía quince años, la joven y sofisticada Catalina zarpó hacia estas tierras húmedas y brumosas para casarse con su prometido. El 14 de noviembre de 1501 se celebró la boda en la catedral londinense de St. Paul. A partir de ese momento, la española también fue princesa de Gales.

Este matrimonio entre adolescentes no duró mucho. El príncipe Arturo no logró superar una infección respiratoria a la que llamaban sudor inglés, peste o tuberculosis, donde murió a principios de abril de 1502, sin llegar a los dieciséis años. Catalina de Aragón se encontró viuda, de la misma edad que su difunto esposo y en una tierra que no le pertenecía.

El rey inglés Enrique VII decidió quedarse con esta apreciable reliquia, por lo que no quiso entregar de vuelta la dote de los Reyes Católicos y pensó que sería agradable vincularla en matrimonio con su segundo hijo Enrique en el futuro. Pero tuvieron que postergar esta acción por un tiempo, pues el entonces duque de York era cinco años menor que Catalina. 

Estos tiempos no fueron fáciles para la española, una joven viuda que vivía apartada y con conflictos económicos para mantener su hogar y sus sirvientes, todo esto en países que le eran ajenos.

Matrimonio con Enrique VIII

Luego de la espera de siete años, en 1509, con el fallecimiento de Enrique VII y Enrique VIII en el trono, se suscitó la boda entre ambos. Es a partir de ahí que las vicisitudes de Catalina de Aragón, reina cónyuge de Inglaterra, cobran mayor importancia en la tradición por todo lo que ha vivido, sentido y sufrido con gran dignidad.

Esto finalmente induce hacia ella fascinación a la Corte y de la sociedad inglesa, un respeto más profundo que solo ella supo ganarse con su actitud y su ejemplo. El matrimonio con el joven Enrique VIII permaneció inicialmente en una relativa serenidad y amor recíproco entre ambos. Sin embargo, esta paz solo se vio perturbada cuando la reina permanecía embarazada y el rey esperaba con impaciencia el nacimiento de un primogénito varón.

Cada nacimiento fue un drama: nacieron varias hijas e hijos que murieron en horas, días o semanas. Sólo sobrevivió una hija, María la futura reina María Tudor, esposa de Felipe II entre 1554 y 1558. No obstante, Enrique VIII se fue desencantando gradualmente de su esposa al no poder tener un niño que la sucediera en el trono como él deseaba.

Por otro lado, eran constantes las divagaciones de Enrique VIII con varias damas de la corte, aunque no solían embarcarse en aventuras concretas con quien él quería. Todo eso permutó cuando se relacionó con Ana Bolena en 1525, una joven hermosa que fue instruida en Francia, de la cual realmente se enamoró.

Divorcio con Enrique III

Ya inmerso en esta pasión y aburrido de Catalina, comenzó a tramar un cisma total con ella y con la propia Iglesia de Roma si era preciso. En su pensamiento, acuñó la idea de que la Reina no le había otorgado un heredero sano porque esta boda era impura, habiendo estado previamente casada con su hermano mayor. Al menos ese fue el argumento más tenaz que sostuvo el rey para separarse de la reina para siempre.

Catalina intentó todo lo que pudo para sacar la idea de su mente, jurando que su breve matrimonio con el débil y enfermizo Arturo no se había consumado. Su unión con Enrique era, por tanto, bastante legítima a los ojos de Dios y de la Iglesia, donde inclusive una bula papal lo había ratificado.

Pero ya Enrique tenía otros proyectos, él estaba decidido a manifestar abolida su vinculación conyugal con Catalina, con la finalidad de contraer nupcias con Ana Bolena, objetivo que logró en 1533, desligandose de cualquier vinculación religiosa con el Papa al divorciarse de Catalina de Aragón y apartarla de su vida.

Últimos días de Catalina de Aragón  

Mantuvo su fe y continuó viéndose a sí misma como la única verdadera reina de Inglaterra a pesar del rechazo de su esposo. Pero, aislada en sus últimos años, murió en enero de 1536.

Todos los que la cuidaron en vida coincidieron en su admiración por una mujer tan orgullosa y excelente. Simpatizantes y detractores la reconocieron como una gran dama, una reina que luchó con todas sus fuerzas por defender siempre su dignidad, sus derechos y los de su hija María. 

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